Aún no entendía por qué lo había hecho, se encontraba a escasos dos metros del cuerpo, sentada sobre una cama que sólo le transmitía frió y soledad.
Ahora Cristina recordaba que esa mañana se había levantado con muchos deseos de abrazar a alguien, se sentía sola y deprimida. Buscó a Juanita, una anciana que pasaba ya por las setenta décadas de vida, de ojos profundos, y que se había convertido en su madre desde hacía unos 30 años. Pensó que en ella podía encontrar el apoyo que necesitaba, pero por primera vez en su vida, Juanita prefirió ir a tomar té con algunas amigas (un poco mayores que ella) que escuchar a Cristina, esa joven rubia y de ojos excitantes que tanto quería.
Este hecho descompuso totalmente a Cristina, no comprendía por qué ahora la gente se alejaba de ella, también lo había hecho desde unas semanas atrás, su esposo Mario, con quien ella creía que podía compartir todas sus tristezas: “ He estado ocupado haciendo algunos trabajos de la compañía y eso me impide ocupar mi tiempo en otros asuntos menos importantes”.
Después de tantos tropiezos que había tenido desde las últimas dos semanas, Cristina explotó esa mañana, salió de su casa y caminó unas nueve cuadras en busca de un almacén de un amigo suyo, que además de ser una joyería de objetos robados, también era un buen dispensador de armamento ilegal. Llegó al lugar un poco exhausta, respirando rápidamente y temblando de miedo. Llevaba un vestido rojo que le llegaba a la mitad del muslo, era escotado y despertaba las miradas de cualquier individuo que lo viera, Cristina estaba maquillada bruscamente, con tonos oscuros que ocultaban algunos de golpes de Mario. Entró en el lugar, se veía un poco desordenado y al ver que no había nadie que la atendiera, aprovechó cada momento para observar detalladamente todas las joyas que habían a su alrededor, pero no fue por mucho tiempo; una puerta se abrió en el fondo de la tienda, y salió un hombre de tez morena, musculoso, con una mirada penetrante en sólo uno de sus ojos, pues en el otro tenía un “parche”. Caminó despacio hasta Cristina, la miró como si quisiera asesinarla, le dio algunas vueltas aún con paso lento, y le preguntó qué quería, “Busco a Raúl, es amigo mío y necesito que me venda algo” dijo Cristina queriendo disimular el pánico que le provocaba ese hombre.
“Suba esas escaleras (señaló), allá lo encuentra”. Sin pensarlo dos veces, obedeció la orden de aquel hombre y al terminar las escalas, encontró a Raúl en una silla mecedora, no había cambiado mucho, seguía siendo el mismo ser de corta estatura, blanco y rubio, como ella siempre había deseado a un hombre. Él se paró de su silla, la saludó enérgicamente, y le preguntó que hacía allí, Cristina le comentó sus tristezas y le pidió un arma. Raúl la miró desconcertado pero no le pidió explicaciones, simplemente sacó de su bolsillo un “magnun” y se lo puso en las manos. Cristina salió corriendo, sin despedirse y mientras salía del lugar, intentaba guardar aquella arma en su cartera. Corrió como nunca lo había hecho en su vida, intentando evitar las miradas de la gente. Cuando por fin observó el edificio en que vivía en todo el centro de New York, apresuró más su paso, entró y subió los 5 pisos por las escaleras, se paró frente a la puerta y buscó las llaves; habiéndolas encontrado, las introdujo en la cerradura, dio un giro con su muñeca y empujó hacia adentro.
Ya estaba allí, se sentía mucho más tranquila, se dirigió a su cuarto y encontró a su esposo sentado en la cama viendo un partido de fútbol, sin saludarlo entró al baño, se quitó la ropa y abrió la llave de la bañera, cuando supo que ya estaba llena, la cerró y con mucha calma, metió cada uno de sus pies, y se sentó un poco reclinada hasta sumergirse. Estuvo allí aproximadamente dos horas, cuando salió, sintió su piel muy húmeda y algo arrugada, se puso una salida de baño y en uno de los bolsillos de ésta, introdujo el arma.
Salió del baño y lo encontró aún viendo televisión, pero ya no era un partido de fútbol sino un programa de concursos, Cristina le pidió que fuera por unas cervezas y esta vez lo hizo sin reprochar, cuando comenzaba a cruzar la puerta, ya de vuelta y con ambas manos ocupadas, se oyó un ruido estremecedor, Mario dejo caer las cervezas y así mismo su cuerpo se balanceó hasta llegar al suelo, comenzó a sangrar, y Cristina se sentó en la cama, para ver más detenidamente como la sangre llegaba hasta sus pies. Ahora sólo podía esperar pues ninguno de los dos tenía ya aliento para más.
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Presa Escuela 2004